martes, 11 de agosto de 2009

El diluvio

Había llovido intensamente durante cuatro días, y seguía sin tregua ni descanso como si el cielo se hubiera abandonado a su suerte. La pequeña ciudad se había paralizado, obligando a sus habitantes a encerrarse en sus casas y redescubrir placeres olvidados para llenar tantas horas de tedio. Sin ir más lejos, la familia González, había retomado no sólo el placer de la siesta, si no que Miguel y Carlota, vete a saber que poder afrodisíaco contenía la lluvia incesante, que consiguió revivir en ellos una líbido que ya no recordaban. Se había acabado el “aquí te pillo aquí te mato”. Sus encuentros amorosos a la hora de la siesta, habían retomado la sensualidad y la minuciosidad de otros tiempos más lentos y lúdicos.

La abuela Irene ya hacía tiempo que tenía en su programa diario la cabezadita de después de comer, por lo que ella no había modificado sus costumbres. Al niño, Alejandro, le importaba un pimiento la siesta. Para él, esa novedad, esa alteración de su rutina, le daba ocasión de encerrarse en su habitación, para entregarse sin prohibiciones paternas, al mundo de los videojuegos. Como niño moderno que se precie, a sus ocho años, sus habilidades en el tema eran sobresalientes.

Ese día, de cielo plomizo y amenazador, siguiendo la nueva rutina, al acabar de comer se retiraron a descansar. No había pasado mucho tiempo, cuando la abuela Irene, por una necesidad imperiosa de acudir al lavabo, puso los pies en el suelo. Mejor dicho en el agua. Las zapatillas, sus maravillosas zapatillas azules, flotaban caprichosamente y a medida que el agua iba subiendo se iban introduciendo en las estanterías para invitar al baile a los objetos más variados. Las flores de plástico, las velitas decorativas, algún libro, incluso el tapete de ganchillo se apuntaron a la fiesta. La abuela tardó unos segundos en reaccionar. Se puso en pie y mientras perseguía las zapatillas, palpando con cuidado lo que pisaba, gritaba histéricamente.

Carlota y Miguel aparecieron desnudos y atolondrados en el pasillo. Su sueño, su dulce sueño post coito, se había interrumpido bruscamente. Iban arriba y abajo, ahora recogían objetos, después se empujaban renegando, entraban y salían de las habitaciones sin saber que hacer. Carlota se vió desnuda, despeinada y con los pies en remojo, en el espejo de su habitación. Lo grotesco y absurdo de la escena le hizo estallar en una risa llorona y convulsa.

Antes de que pudieran volver en sí mismos y observando la velocidad con que aumentaba el volumen del agua, oyeron un vocerío en la calle. Reconocieron la voz de Antonio, un vecino de dos casas más abajo que les conminaba a salir con prisas. Las otras voces eran del grupo que ya se había acomodado en su viejo camión con unos pequeños bártulos imprescindibles, el miedo pintado en el rostro y algunas lágrimas.

La abuela Irene, gimoteando, empezó a recoger aturdida, algunas cosas: las fotos de su Anselmo, que en paz descanse, la de sus nietos, la de sus hijos. El joyero. Y de ropa, por lo menos el abrigo y los zapatos que se compró por navidad. Ay, por Dios, casi se olvidaba de su ropa interior, y lloriqueó un poco más. Donde iba a ir ella sin su ropa interior.

El agua subía vertiginosamente, Carlota y Miguel abrieron corriendo la puerta de la habitación de Alejandro. El niño no estaba allí. Los gritos desesperados llamando a su hijo, contagiaron a la vecindad instalada en el camión salvavidas. Todos gritaban. No hubo manera. La abuela no quería marchar de allí sin su nieto, Carlota tampoco. Finalmente rindiéndose a la evidencia del escandaloso nivel del agua y oyendo las sirenas de los bomberos, en la confianza de que ellos se encargarían, la familia González con su niño ausente, se colocaron en el remolque del camión de Antonio. Allí se unieron a los lloros y las lamentaciones de los demás vecinos.

Cubierto con su chubasquero y agazapado en lo alto de la gran higuera que desde siempre había protegido la casa de los González, Alejandro contemplaba la escena más divertido que asustado. Aquello era mejor que la play-station.

Las calles del pueblo que divisaba desde su atalaya, se habían convertido en un auténtico río. La fuerza de la corriente se llevaba a su paso objetos y animales. En aquel momento unos ladridos que parecían lloros, le hicieron girar la vista. Un perrillo menudo, había conseguido encaramarse a un contenedor de basura que velozmente se precipitaba calle abajo, hasta que un tronco caído le hizo detenerse. Alejandro se prometió a sí mismo que iría a rescatarlo, en cuanto dejara de llover.

El agua se había paseado impunemente por locales y edificios, había arrastrado todo lo que se le había puesto por delante. Bajaban instrumentos de música sin orden ni concierto. Bajaban pancartas con caras de políticos retocadas y sonrientes. Bajaban atriles con siglas de partidos, carentes de toda solemnidad y triunfalismo. Habían sido las elecciones ese fin de semana. Algunos televisores iban por su lado y los sofás por otro. El agua en su turbulencia, había deambulado por la Morgue y se había llevado cadáveres a medio vestir, bajaban silenciosos y serios como si les fuera la vida en ello. Desde su escondrijo, Alejandro, los vió como se acercaban, y pensando que nunca había visto un muerto de cerca, se dijo que porque no aprovechar la oportunidad, y se cambió de la rama al tejado, para ver mejor el espectáculo. Eran como muñecos pensó Alejandro, tampoco había para tanto. Se lo contaría a sus colegas.

Entonces empezó a llamarle la atención los objetos que se deslizaban calle abajo. La tromba de agua había asaltado una juguetería y bajaban osos de peluche, barbies, locomotoras, triciclos. Hasta que una pequeña barca inflable se quedó atrancada junto a la verja de su casa. El niño no se lo pensó dos veces. Hacía rato que creía que la auténtica aventura estaría al final, allá donde se dirigía todo, fuera donde fuera. De un salto fue a parar a la barquita y empujando con un palo, consiguió ponerse a merced de la corriente. El perrito, que permanecía temblando y ladrando sobre el contenedor, al verle se lanzó y nadando alcanzó la barca donde fue recibido con un chorreante abrazo. Rodeados por muertos flotantes, juguetes, instrumentos y múltiples y variadísimos objetos, Alejandro y el perro al que llamó Pepón, siguieron su viaje rumbo al paraíso.